Un día más, sólo un minuto más, para estar vivo y despedirme de cuanto amé. Para decir adiós a las cosas que vi y toqué mientras moría desde el instante mismo en que nací. Y vino el niño con el premio que sacó en el colegio por su sabiduría, y el ala de la gaviota golpeando en lo infinito con su vuelo, vino la cabellera derramada y el rostro de la misteriosa mujer que estuvo a mi lado, en el lecho, sin que yo lo supiera, y el río con su lenta corriente musculosa a través de cada mueble, cada objeto y cada gesto de quien me ve parir, ¡oh Dios mío!
Un instante más aún en el suelo que pisé, en el aire de mi respiración sofocada por el amor, en los vestigios de la pasión, con cuanto -mosca o sol- me deslumbró en este extraño planeta, donde perdure año tras año, presintiendo este límite de espumas, este revuelto torbellino de la despedida, yo, que tanto fui deslumbrado por centelleante atracción de la tierra, por cuanto fue caricia o solamente un espejismo del mundo es mi destino.
Así, pues, despidiéndome de los caballos, de la canoa, los pájaros, el gato y sus costumbres. Déjame una vez más mirar las flores y la lluvia. Es éste el trágico instante en que uno descubre el delirio misterioso de las cosas, sus raíces secretas, el instante supremo de decir adiós. a cuanto se adoró en esta vida.
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